Las cosas terminan, porque tienen que terminar. Los motivos
por los que terminan quedan en el aire, sin explicar, sin entender. No solo los
motivos sino también cosas que preceden a tan fatídico momento, que es la
ruptura. Es un conjunto de dudas que se ciernen sobre tu cabeza día sí y día
también. Intentas evitarlas, llenar esos espacios que dan pie a que tu cabeza empiece
con ese “run run”, pero siempre acabas cayendo. Y hay muchos momentos. Todos
ellos solo. Puede ser en tu habitación, escuchando una canción que potencie la
negatividad, no por su letra, sino por su melodía. Puede ser un momento de
descanso durante un jueves noche en la discoteca. Te paras, te sientas, miras
al infinito y vuelve todo, multiplicado por dos.
Hay una mano negra que actúa en los recovecos mas
inesperados de uno mismo y que, si no aprendes a controlarla, puede llevarte a
la desesperación. A falta de controlar ese escalofrío que en ocasiones nos
recorre la espalda, tienes que hallar una solución alternativa. Pero no nos
vayamos por las ramas, hoy no es el momento.
¿Qué puedes hacer cuando te viene a la mente todo? Quizás
llega el momento de seguir sentado, o sentarse, o quedarse de pie, pero en
definitiva abrir la puerta a los conflictos. Es divertido decir abrir la puerta
a los conflictos, sobre todo porque no entra nada real, y lo que “entra” no es nadie
más que tú mismo, para hablarte de las cosas que tienes en la cabeza y te están
martirizando. Entran varios tú. El tú que quiere hacerte sentir culpable. El tú
que te da un abrazo y te dice que sigas tu camino, que hiciste todo lo posible.
Y aquel tú que duda de tus actos, recordándote momentos en los que quizás
pudiste actuar diferente.
Os reunís todos, os sentáis como si fuerais un grupo de
terapia de alcohólicos anónimos, y habláis. Primero te toca el turno a ti
mismo, que lanzas lo que te atormenta al aire. Todos te miran, y tú buscas una
respuesta. Siempre tiene que haber una primera persona que alce la voz. Suele
ser tu “yo” menos crítico, que te ve la cara de desesperación y trata de
calmarte. Una sonrisa y una frase complaciente. A continuación viene aquel que
quiere echarle un capote a la otra parte que no está ni de forma imaginaria
ahí. Te entran las dudas de qué deberías haber hecho, y ahí es cuando tu “yo”
más crítico te remata con un golpe maestro. Y un sentimiento de culpa. ¿Qué
pretendes? Para algo está ahí, y tal vez esté camuflando en él la verdad más
amarga.
Analizas las respuestas, juras por lo más sagrado que tienes
que serás objetivo al recordar los momentos más “peligrosos”. Lo intentas, pero
nunca puedes ser lo suficientemente objetivo. Somos así. Nuestro inconsciente
trabaja duro para que la maquinaria funcione a la perfección, y una depresión
puede desbaratar todo lo ya conseguido.
¿Cómo hay que lidiar con esta situación? Sabes que no vas a
poder ser imparcial, sabes que no vas a conseguir olvidar a esa otra persona
básicamente porque lo que eliges que forme parte de tu vida logra un hueco en
lo más profunda de tu corazón, y es una zona tan sensible que todo le hace
daño. Elige.
Por más que lo pienso hay una forma de dar con el menos
inocente de los dos. Sí. Y es algo que funciona, siempre. Porque las cosas se
ven claras una vez pasa la tormenta, y es gracias a un detalle a veces infravalorado:
la actitud. Tu actitud te delata, para bien o para mal. Cuando los problemas
llegan y las decepciones entran en tu vida, en la suya, en la vuestra, hay que
esperar a ver las reacciones en frío, pasado un tiempo, y es ahí cuando puedes
comprobar sin temor a equivocarte quién es culpable, y quien no. Ante una
ruptura, tiene que haber reflexión interna, hablarlo con algún amigo o amiga, y
no darle más vueltas al tema. Tienes que aprender a desistir. Duele, es
incomprensible y muchas veces no es más que un parche de nicotina que se le da
a un fumador compulsivo, el cual lo nota como muy insuficiente.
Frena. De veras. Frena. Tómate tu tiempo, vete de retiro
espiritual o algo tan sencillo como salir con los amigos. Sentirás un vacío en
el estómago. Será hambre. ¡Jajaja! Es broma. Es normal sentir un vacío, es ese
que deja la rutina, la costumbre y lo “normal” en la vida diaria. Pero ya está,
pasó, y nunca más volverá.
¿No? ¿No surte efecto? Sonríe. Así vas bien para empezar.
No, no me digas que te sigue preocupando. Bueno, vale, lo entiendo. Pero no
puedes hacer nada, de veras. ¿Por qué? ¿Enserio me lo preguntas? Mira, te diré
una frase de mis padres, de mis hermanos y de todo hijo de madre, salvo mía:
“la gente no cambia”. Yo no termino de aceptarla porque creo en que todos
tenemos derecho a intentarlo, y a que nos den la oportunidad.
Puedes seguir preocupándote. Lo hacemos todos, unos más en
secreto, y otros menos. Es lo que hay, lo que nos toca, y lo que nos tocará
hasta el fin de los días. Porque, no lo niegues, te mueres por dentro por
acercarte y, aunque nadie te haya dado vela en ese entierro, coger a esa
persona de la mano y volver a decirle lo que un día te tocó decirle, porque
conoces su carácter, sus debilidades, y sus virtudes. Sigues de lejos su vida,
preocupado. Sincérate contigo mismo, reconócelo, y el dolor y la pena se irán.
Perdona, mantente al margen y si algún día se te necesita… Demuestra lo que
vales. No por demostrarlo, sino porque eres así.
Buenas noches.
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